Aída López Piza y la educación comunitaria

Na Aída López Piza Bolán, maestra comunitaria 
Gubidxa Guerrero 

¿Cómo hacían los paisanos que vivieron hace varias generaciones para aprender las primeras letras? ¿Qué estrategia utilizaban las comunidades zapotecas para alfabetizar a los pequeños cuando no estaba generalizada la educación pública, obligatoria y gratuita?

Si alguien pregunta a sus mayores, verá que algunos jamás pisaron un aula; sin embargo, aprendieron a leer y a escribir. ¿Qué artificio es ése? Sucede que ante la falta de profesores, la gente más avanzada trataba de enseñar lo que sabía a otros, con el afán de que el pueblo no estuviera en desventaja.

Hace mucho tiempo la gente era más solidaria, independientemente de que tuviera pocos o muchos conocimientos formales, sin importar que el educando contara con medios para pagar su instrucción.

En Juchitán vivió una mujer admirable. Señora que no tuvo oportunidad de estudiar la educación media ni la superior. Fue a la escuela durante tres años, pero eso le bastó para adquirir los conocimientos que inculcó pacientemente a cientos de niños.

Se llamaba Aída López Piza Bolán. Vivió en la Tercera Sección de la población. Hija del maestro de música Bernardo López Piza (autor de Huipilito) y de la Na Dolores Bolán, tuvo la vocación por enseñar. ¿Qué la motivaba? ¿Qué hacía que esta señora que atendía un puesto de frutas dedicara tiempo y esfuerzo a sus paisanitos? El amor por la niñez juchiteca y el deber de enseñarles a leer y escribir. 

La maestra Aída, como todos la recuerdan, dio clases bajo un árbol de higo hace más de sesenta años. No había trámites, papeles, cuotas de inscripción ni certificados. Bastaba con que el niño llevara un banquito para tener dónde sentarse y muchos deseos de aprender.

Su método de trabajo era la Cartilla o Silabario de San Miguel, que viene de mediados del siglo XIX, por lo que su patio, que era su centro de enseñanza, era conocido como “Escuela Cartiá o Escuela de la maestra Aída”. Se esmeraba, asimismo, por que sus chamacos tuvieran buena caligrafía, por lo que la letra manuscrita era la regla.   

Cuando un niño terminaba sus 38 lecciones y podía ser considerado alfabetizado, la profesora le ponía una corona de flores en la cabeza y la escuela en su conjunto iba a dejar al muchachito hasta a su casa, entre vivas y aplausos. Como agradecimiento, la madre del pequeño preparaba agua fresca para obsequiar a los niños contentos. 

Mucha gente del pueblo jamás pisó una escuela oficial. Decenas de niños tuvieron como única maestra a Na Aída López Piza. Pero con eso se hicieron de una herramienta fundamental para la vida moderna. Otros, ingresaron a la primaria, misma que cursaron con facilidad, puesto que ya sabían leer y escribir. Se destacaron de entre sus condiscípulos por esa misma razón.

Nunca se dio un reconocimiento público a esta juchiteca ejemplar. Jamás mereció una pensión por parte de la SEP o alguna instancia de gobierno, aunque por sí misma haya contribuido a cambiar la vida de cientos de niños. Pero en el corazón de sus alumnos siempre fue la maestra Aída, y así continuará siendo hasta que el último de aquellos niños deje de habitar en este mundo. Honor a quien honor merece.  

[Nota publicada en Enfoque Diario el sábado 8 de noviembre de 2014. Se autoriza su reproducción, siempre que sea citada la fuente]